lunes, 13 de agosto de 2007


EL HOMBRE DE LA CÁMARA

Era un día perfecto para estrenar la cámara que había podido comprar gracias a algunos ahorros y a la bonificación navideña del colegio donde trabajaba como profesor de filosofía. Tenía todo lo que había soñado de una cámara de video. Lente profesional L, zoom óptico de 20x/digital 40x, estabilizador de imagen, función de fotos en tarjeta de memoria SD de alta resolución (1.7 MP), formato Mini DV calidad profesional, 4 canales de audio con 2 conexiones XLR incorporados cada uno de 48V de potencia fantasma y 7 modos de grabación programados. Era una Canon XL2 para producción profesional de Cine y TV y videos de alta calidad. Estaba realmente feliz y pensó en todas las ideas que ahora podría hacer realidad, en los cortometrajes que reposaban como textos fragmentarios en la memoria de su computador, en las notas que había escrito en sus libretas registrando cuadros, escenas o tramas de historias que sabía que podía realizar con el solo hecho de tener esa cámara. Cuántos videos mediocres y cortometrajes sin sentido había visto en festivales de cine recibiendo premios y menciones, mientras que sus ideas geniales tenían que resignarse a permanecer en el anonimato por no tener una puta cámara. Pero ahora que tenía su nueva cámara sabía que la cosa iba a ser diferente. Se alcanzó a ver recorriendo la ciudad, el país, el mundo con su cámara y su portátil al hombro haciendo lo que tanto había soñado; encontrar personajes y situaciones dignas de ser contadas, y crear personajes y situaciones dignos de ser queridos u odiadas. El día que compró su cámara sintió que podía emprender el camino con el equipaje completo y, para empezar, salió al Parque Nacional bajo un sol que calentaba los cerros e iluminaba la ciudad casi de manera conspiratoria con su intención de hacer unas cuantas tomas y probar el aparato. Por un momento se quedó paralizado: de repente empezó a buscar los contrastes, los planos, los acercamientos y las perspectivas con sus ojos que ahora eran más que ojos; ahora eran fotómetros que permitían ubicar la luminosidad perfecta, la escena ideal, el enfoque tantas veces soñado. Entonces, cuando logró visualizar la toma, sacó su cámara y con suavidad la deslizó por el panorama de la ciudad yendo de un lado al otro, haciendo acercamientos de uno y otro lugar, siguiendo el camino que las calles le trazaban, filmando oculto como un vouyeur a los transeúntes y a las parejas que se daban besos y caricias en el parque. Todo era permitido para él. Cualquier imagen era una buena excusa para probar las propiedades y los aditamentos de la cámara. Encendió el micrófono y entonces se concentró en los sonidos. Cuando apenas y empezaba a engolosinarse y a explorar rincones del parque de los que siempre había querido tener algunas imágenes para intervenirlas sintió un golpe en el cuello y una punzada en la espalda que lo hizo rugir de dolor. Una voz tuberculosa e intimidante le zumbó al oído:

-¡Bájese de la cámara pirobito y no me haga escama porque le saco las tripas con este chuzo!

Por un momento sintió como la punta fría de la navaja amenazaba con romperle la piel y pensó irremediablemente en la muerte. Pero no quería morir. Ni siquiera por esa Canon XL2 hermosísima que había comprado con el sudor de su frente y con la que tantas veces había soñado. Pensó en soportar la puñalada y salir corriendo hacia la calle siguiente para ir a un hospital. Hasta pensó que ese sería un buen cortometraje: un hombre es apuñalado por asaltantes que pretendían quitarle su cámara nueva pero escapa sangrando mientras graba el angustiante trayecto en un taxi hasta el hospital en donde le practican una cirugía de hígado ante la gravedad de la herida.

-¡Corten!- diría el médico.

Un mediometraje perfecto.

Pero su vehemencia y su visión artística cesó cuando otro hombre se le paró enfrente y dándole un puño en el estomago le arrebató la cámara de sus manos mientras le decía amenzante:

­–¡Que entregués la cámara hijueputa o te chuzamos!-

-¡Malparidos. Mi cámara!- gritó desgarrado como si le estuviesen arrancando un ojo. Sí. Como si le estuviesen arrancando sus ojos. Aunque estaba casi arrodillado por el golpe, el otro hombre aún lo sujetaba del cuello y sostenía su puñal con firmeza.

–Que te callés cabrón- le dijo mientras le pegaba una patada en la espalda para dejarlo casi inconciente tendido en el prado.

Los hombres emprendieron la huida y uno de ellos camufló la cámara entre su chaqueta maloliente. La cámara permanecía encendida mientras los hombres caminaban afanosamente por las calles que sabían poco frecuentadas por la policía. El lente de la cámara quedó justo en uno de los rotos de la chaqueta del hombre que la llevaba y registró, gracias a su magnifico estabilizador de imagen, su poderoso lente y su agudo micrófono, el momento en el que los ladrones hacían cuentas del costo de la cámara y de cómo se repartirían el dinero.

–Severo juguete el que le quitamos a ese cabrón. ¿Cuánto nos darán por esa belleza en la olla? Violenta rumba la que nos vamos a pegar esta noche- decía uno de ellos mientras se escuchaban sus jadeos producidos por el paso afanado de la huida y la ansiedad de una noche de bazuco, trago y putas.

­–Yo lo que quiero es comprarme unos pisos y una chaqueta de cuero nueva para ir a ver a mi mujer. Esa cámara debe valer más de tres paquetes en un almacén. No se. Por ahora hay que llegar rápido a la olla antes que un tombo nos pare y nos requise, así que apure el paso y no pregunte maricadas- contestó el portador de la cámara mientras pasaba de caminar rápido a trotar con sospechoso afán. Al doblar la esquina de la iglesia de Los Mártires la cámara registró en el andén a dos policías, uno montado en su moto y otro tomándose una Pony Malta y un buñuelo. Los agentes, al ver a los dos hombres doblar la esquina con tanto afán y al notar la repentina frenada de uno de ellos, fijaron su mirada sobre los hombres y luego se miraron el uno al otro. Los ladrones, al ver a los policías, no pudieron evitar mirarlos a la cara y detenerse asustados ante el encuentro inesperado.

Jueputa. Los tombos- dijo el hombre de la cámara.

Qué hacemos- preguntó su secuaz con voz asustada.

Pues correr marica- dijo el hombre de la cámara mientras daba la vuelta y emprendía la carrera para rodear la cuadra y despistar a los policías.

Aunque era posible que los policías no hubieran hecho el menor esfuerzo por atraparlos, pues todos saben que un policía de Bogotá nunca deja una Pony Malta y un buñuelo empezados aunque frente a él estén robándole la caja de dientes a su mamá, sabían que su paso afanado, sus caras de malandros y el bulto que hacía la cámara en la chaqueta ya los había delatado, y que si pasaban frente a ellos seguro los iban a requisar. Entonces la cámara sólo registró imágenes confusas de las calles y el sonido de la carrera de los cacos que buscaban desesperadamente un refugio o una calle congestionada por la que pudieran llegar al Bronx sin que los policías lograran atraparlos. Sabían que una vez en la olla del Bronx era sencillo buscar un hueco, un rincón de un hotelucho o una caleta en un expendio para esconderse un rato mientras los policías se cansaban de buscar un par de ladrones en medio de la calle atestada de indigentes. Sin embargo, justo cuando iban llegando a la olla apareció sobre el andén la moto de los policías mientras uno de ellos saltaba con su arma de dotación apuntando hacia ellos. El hombre de la cámara se tiró al piso y rodó mientras su compañero quedó paralizado ante la amenaza del policía. El policía hizo un disparo al aire pero el hombre de la cámara salió corriendo de nuevo y, esquivando varios carros que pasaban por el lugar logró escabullirse por entre la gente que ya se había detenido a curiosear. Finalmente se internó en el Bronx y se refugió durante un rato en un edificio que funcionaba como centro de operaciones de una pequeña pero prospera banda de traficantes de droga. Entonces sacó con disimulo la cámara y la miró por todos lados para apreciar el botín. ­

–Sí, debe valer más de tres melones en un almacén. De pronto me den uno por ella aquí. Con eso me alcanza pa la chaqueta, los pisos, un regalo y mercado para la mujer, pa vivir unos días y para una rumba ni la hijueputa- dijo en voz baja mientras seguía examinando la cámara. La empacó cuidadosamente en una bolsa plástica y salió a buscar un cliente para el negocio. El hombre de la cámara se apresuró hacia la prendería de uno de los duros del Bronx que ya antes le había comprado algunas baratijas.

–¡Hey duro! Cómpreme esta camarita que le tumbé a un pirobito en el centro. Pille, está nuevecita. No tiene ni un rayón a pesar de que me tocó tirarme al piso porque un tombo casi me agarra. En un almacén vale más de tres melones pero se la dejo en uno- dijo el hombre de la cámara con voz de vendedor del mes.

-¿Usted es que es güevón? dijo con voz áspera el posible cliente -¿Cómo cree que le voy a dar un millón de pesos por una cámara robada? Ni yo, después de sacarle factura falsa, la puedo vender en eso. Le doy quinientos mil pesos y si no le sirven abrace de aquí gonorrea-

En ese momento la batería de la cámara se descargó.

Ese mismo día el maltratado dueño original de la cámara se dio cuenta de que la única posibilidad de recuperar su juguete era yendo a las prenderías del Bronx para ver si en alguna de ellas la habían comprado. Luego de una revisión médica, en la que le detectaron dos costillas rotas y una herida leve con arma blanca, se dirigió en compañía de un amigo al Bronx con una navaja suiza que le había regalado su papá y ochocientos mil pesos en el bolsillo para recomprar su cámara en caso de encontrarla. Recorrió una a una las prenderías del sector hasta que llegó a una en la que exhibian su preciada Canon XL2. ­

-¿Cuánto vale esta camarita? preguntó con la voz entrecortada por el susto y la rabia e intentando restarle al aparato los meritos por los cuales ya la había comprado una vez.

Esta belleza le vale un millón y medio. Está nuevecita. Mírela. Se ve que es muy fina y muy avanzada. Usted sabrá más de eso que yo. ¿La lleva?

Paradójica situación. El dueño legal de la cámara, el hombre que había trabajado durante un año en un colegio de segunda categoría, el que había aguantado estoicamente los regaños de una rectora menopaúsica y la bullaranga de unos adolescentes fastidiosos y prepotentes tenía ahora que ir a una prendería de mala muerte para volver a comprar la cámara que ya había pagado.

–No vale tanto- dijo -en realidad no es tan buena. Es más bonita que útil. Mire, ni siquiera dice “Professional” o algo por el estilo. Le doy setecientos mil pesos por ella y me la llevo--Listo- dijo un poco decepcionado el dueño de la prendería –pero venga se la empaco bien para que no dé tanto visaje. No vaya a ser que se la roben acabándola de comprar. Ja ja ja-

Cuando llegó a su casa revisó su dos veces comprada cámara para cerciorarse de que todo estuviera bien. Sacó el casette, lo rebobinó y miró atentamente a la pantalla para ver qué había logrado grabar. Se sorprendió al ver que su Canon XL2 había registrado con alta calidad de imagen y sonido todo el trayecto de los pícaros desde el lugar del robo hasta la prendería. Hizo una copia del material y luego lo puso en un sobre de manila que envío sin editar a un concurso de mediometrajes que había abierto el Ministerio de Cultura. Puso en el sobre el título “El hombre de la cámara” y dos meses después le anunciaron que había ocupado el segundo lugar en el concurso y que su mediometraje sería proyectado en tres salas de cine durante el festival de cine de Bogotá. Cuando le preguntaron cuánto había sido el presupuesto de su mediometraje respondió:

-Sólo gasté cien mil pesos en la consulta médica y las medicinas para mis tres costillas rotas, y setecientos mil pesos que me costó volver a comprar la cámara”

2 comentarios:

Unknown dijo...

Hola me gustaria hacerte una pregunta sobre un hecho curioso con un portatil perdido si se puede me podes dar el correo??

Admirator dijo...

Como podre ver el mediometraje?
si alguien lo tiene o sabe como conseguirlo mandeme un correo a camiloplanet@hotmail.com